No apaga la luz

Dora, a quien conozco desde hace un tiempo, me comentó el otro día que tenía muchos y variados problemas de convivencia con su hija de veintitantos años, y que ya no sabía cómo resolverlos. Me contó varias de sus situaciones problemáticas, de diversa índole y magnitud. Una de ellas llamó particularmente mi atención no tanto por su gravedad, sino porque la consideré más abordable y más posible de resolver en lo inmediato. En mi criterio, abría también la posibilidad de un camino inicial para seguir.

La situación en cuestión es que Mara, su hija, se acuesta tarde a la noche y, mientras deambula por la casa, enciende la luz del pasillo que da al dormitorio de Dora. ¿Cuál es el problema? La puerta de su cuarto tiene una rendija por la que se cuela la luz, que le llega directo a los ojos. Como la hija además hace ruido, la madre se despierta y luego, debido a que la luz le molesta, no puede volver a dormir con facilidad.

Obviamente Dora ya le pidió de diversas maneras, en diferentes tonos y con distintos argumentos que no la dejara encendida, pero hasta el momento, no logró que su hija la apague. Frente a los reiterados reproches de la madre, Mara simplemente le contestaba: “Ah…, sí…, no me di cuenta” o “Me quedé dormida”. Siempre ese tipo de cosas.

Dora, además de estar cansada porque no dormía bien, estaba muy enojada porque no lograba siquiera que la hija tuviera en cuenta cuánto la perturbaba toda esa situación, y respondiera a ese mínimo pedido de cuidado hacia su persona y hacia su casa.

Cuando le consulté si quería que pensáramos en alguna opción para atenuar el problema, se mostró interesada, por lo que le pregunté: “¿Si el problema de la luz se resolviera, más allá de que Mara no la apague por ahora, te sentirías mejor?”. “Sí, claro”, respondió perpleja. “Entonces, te sugiero que uses un antifaz para dormir. Esto no resuelve la cuestión de fondo con tu hija, pero sí resuelve algo fundamental, tu descanso”. Su primera reacción fue de rechazo, puesto que consideraba lógico y razonable esperar que la hija hiciera algo tan simple como apagar la luz. Después, me dijo que ella no quería ceder y pensaba que eso, en realidad, no resolvía el verdadero problema. Además, a ella le molestan mucho los antifaces.

Estuve de acuerdo respecto de que mi sugerencia no resolvería la cuestión con su hija, pero le dije que, en mi opinión, sí podría resolver una de las consecuencias: la de su cansancio por falta de sueño. Le dije también que me parecía que hasta que encontrara la manera de resolver las dificultades con ella, bien podía dedicarse a resolver las cosas que estuvieran más en sus manos. Eso no sería ceder, puesto que ser más efectiva y no quedar a merced de esta situación no solo la empoderaba a ella, sino que también era un buen ejemplo para su hija de cómo no quedar sometida a algo que la afectaba.

Después de meditarlo unos minutos, me dijo que pensado así le parecía bien, pero que como los antifaces le molestaban, la solución sería cambiar la lamparita del pasillo por una azul de baja intensidad.

Lo que le sucede a Dora nos sucede a muchos. Cuando queremos resolver un problema complejo y se nos dificulta, surgen enojos, frustraciones e impotencia. Si, en cambio, estamos dispuestos a avanzar por tramos, enfocando los aspectos que podemos solucionar, por mínimos que sean, nos empoderamos y nuestro estado emocional mejora. Esto generalmente nos da, al menos, la fuerza, la energía y la creatividad necesarias para dar el siguiente paso.
Lic. Eugenia Lerner 


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